La ficción del humanismo: una crítica desde los márgenes

Catia Faria

Catia Faria, activista antiespecista, profesore del Departamento de Filosofía y Sociedad en la UCM y miembro fundador y del Consejo del UPF-Centre for Animal Ethics, articula en este artículo una crítica a la visión humanista del mundo y a su papel en la reproducción de la pedagogía patriarcal. Faria propone transformar el sistema educativo con un enfoque «antiespecista, interseccional y orientado por una estrategia a largo plazo» que tenga presente los intereses que compartimos los humanos y no humanos –no sufrir, vivir y disfrutar de nuestras vidas– y promueva la justicia para todos los seres sintientes.

Imaginemos, por un momento, un mundo en el que cada acto, cada decisión y cada interacción con les demás se fundamentan en un profundo respeto por la humanidad y por la dignidad inherente de cada individuo. Un mundo en el que se valora la razón, la compasión y el progreso compartido, se promueve los derechos humanos, el pensamiento crítico y la creatividad. Ese es el mundo que promete el humanismo: una posición filosófica que sitúa a los seres humanos en el centro de la consideración moral. Desde esta perspectiva, adoptar una mentalidad humanista implicaría esforzarse por construir una sociedad más justa, inclusiva y solidaria, en la que cada individuo tenga la oportunidad de desarrollarse plenamente y alcanzar su máximo potencial. ¿Correcto? No exactamente.

En este artículo sostendré que la visión humanista del mundo es una ficción. Es una ficción porque se fundamenta en creencias empíricamente falsas, pero, sobre todo, es una ficción moralmente dañina que tenemos muy buenas razones para rechazar. Para ello, seguiré el siguiente trayecto. En primer lugar, definiré el humanismo como una posición que incluye, al menos, dos tesis fundamentales: una tesis descriptiva, que denominaré la tesis de la discontinuidad, y una tesis normativa, que llamaré la tesis de la superioridad. En segundo lugar, mostraré cómo la primera se basa en premisas científicas obsoletas y cómo, contrariamente a su promesa, el humanismo ha servido históricamente para excluir a todes aquelles que se han desviado del estándar de lo humano. En tercer lugar, presentaré las razones para rechazar el supremacismo humano, basadas en los intereses fundamentales de los demás animales, y mostraré cómo solo así, paradójica y quizá sorprendentemente para algunes, se puede garantizar la igual consideración de todos los seres humanos. Por último, argumentaré a favor de un enfoque antiespecista e interseccional, orientado a la satisfacción de objetivos a largo plazo como la vía más efectiva y éticamente robusta para abordar las complejas intersecciones de discriminación y opresión y promover la justicia para todos los seres sintientes.

DOS TESIS, UN PROBLEMA

El término «humanismo» ha tenido múltiples significados a lo largo de la historia y continúa siendo interpretado de diversas maneras en la actualidad. No obstante, en lugar de adentrarnos en posiciones específicas, creo que es beneficioso, para la claridad y la concisión, abstraernos de las perspectivas individuales y destilar la posición humanista en sus compromisos clave, que incluyen dos tesis fundamentales. La primera, la tesis de la discontinuidad, tiene una vocación descriptiva. Es decir, busca describir ciertos aspectos del mundo que pueden, en principio, ser corroborados empíricamente. Esta tesis sostiene que existe una discontinuidad cognitiva entre los seres humanos y los demás animales –por ejemplo, en términos de ciertas capacidades como la racionalidad, el lenguaje complejo o la agencia moral–, de modo que todos los seres humanos poseen esas capacidades, mientras ningún ser no humano las posee. La segunda, la tesis de la superioridad, es de carácter normativo. Es decir, no busca ya describir el mundo, sino que nos dice cómo debemos entenderlo, de manera que los intereses humanos deben ocupar una posición moral central o prioritaria respecto a los intereses de cualquier otra entidad. En otras palabras, que los seres humanos son moralmente superiores a cualquier ser no humano y que debemos actuar en conformidad con esa jerarquía.

¿Qué relación existe entre la tesis de la discontinuidad y la tesis de la superioridad? La respuesta es clara: la supuesta discontinuidad cognitiva entre seres humanos y no humanos es lo que justifica la consideración moral prioritaria de los seres humanos o su superioridad moral. Sin embargo, existen razones fuertes para rechazar ambas tesis.

UNA IDEA CIENTÍFICAMENTE OBSOLETA

Empecemos por la primera tesis. El problema fundamental de la tesis de la discontinuidad es que presupone una discontinuidad cognitiva entre la especie humana y las demás especies animales. Sin embargo, sabemos por los avances en biología evolutiva y ciencias cognitivas que se trata de una creencia científicamente obsoleta. De hecho, se corresponde más bien con una visión pre-darwiniana de la evolución, basada en el mito de la Scala Naturae, que postulaba una jerarquía fija y ascendente de los seres vivos, con los seres humanos en la cúspide, reflejando una creencia en la progresión lineal y teleológica de la vida.

Por el contrario, la visión de la biología evolutiva contemporánea entiende la diversidad de la vida como resultado de un proceso de evolución sin otra dirección que la mera adaptación, donde no hay jerarquías de valor ni una cima evolutiva. Como señala correctamente la experta en psicología comparada Sarah Shettleworth, la evolución no es «una escalera de mejora» que culmina en la mente humana, sea cual sea la capacidad señalada.

Además, los estudios actuales en cognición animal muestran que muchos animales no humanos poseen formas sofisticadas de inteligencia y autoconciencia, manejan sistemas de comunicación complejos (algunos incluso han aprendido lenguaje de signos humano), comprenden conceptos abstractos como la muerte y manifiestan comportamientos morales básicos, entre otras habilidades. Lejos de una ruptura, lo que observamos es una continuidad cognitiva entre humanos y no humanos, fruto de trayectorias evolutivas comunes y capacidades mentales que se han desarrollado a lo largo de millones de años de evolución.

De aquí se sigue que debemos rechazar la tesis de la discontinuidad. Y aunque esto sería suficiente para echar por tierra todo el proyecto humanista, hay razones adicionales para hacerlo. Incluso si dicha discontinuidad interespecie existiera –lo cual no es el caso–, la tesis enfrentaría un segundo obstáculo: la discontinuidad intraespecie. Es decir, resulta evidente que la presencia de capacidades cognitivas varía en grado dentro de la especie humana. Por una parte, varía significativamente entre los seres humanos, dada la amplia diversidad funcional intelectual existente. Pero, además, varía en cada ser humano, ya que las capacidades cognitivas no están presentes en el mismo grado –a menudo, no lo están en absoluto– en diferentes momentos del desarrollo (pensemos en los bebés o infantes), como producto de enfermedades neurodegenerativas, entre otras varias condiciones. ¿Significa esto que tales seres humanos son moralmente inferiores o merecen menos consideración moral? Parece razonable pensar que no.

Este fenómeno, conocido en la literatura, como la «superposición de especies», plantea un problema insalvable para el humanismo: para cada capacidad cognitiva propuesta para distinguir a los humanos de los no humanos, siempre habrá humanos que no la posean y no humanos que sí la manifiesten. En consecuencia, aceptar dicho criterio implicaría excluir de la consideración moral a ciertos seres humanos, lo cual resulta éticamente inaceptable. Tenemos, por tanto, razones de peso para rechazar la tesis de la discontinuidad, y con ella, el núcleo empírico –y en parte moral– del proyecto humanista. Pero no se acaba aquí. Como dije al principio, el humanismo es una posición moralmente cuestionable y eso es así debido fundamentalmente a la tesis de la superioridad.

LA SUPERIORIDAD MORAL: UNA LÓGICA DE EXCLUSIÓN

La segunda tesis del humanismo –la de la superioridad moral de los seres humanos– tampoco resiste el escrutinio. Para empezar, se asienta en una concepción neurotípica de la cognición humana que excluye o relega a un segundo plano otras formas de experiencia subjetiva, que pasan a ser entendidas como desviadas de la normalidad. Esto nos permite reconocer como el humanismo es un capacitismo que sitúa tanto a humanos como a no humanos en una condición subalterna común: la de otres. Como señala Sunaura Taylor, teórica y activista por los derechos de las personas con discapacidad y de los animales no humanos, en Bestias de carga: Discapacidad y liberación animal (ochodoscuatro ediciones, 2022):

«Todos los animales no humanos pueden considerarse «discas» [crips], en el sentido de que los evaluamos a partir de estándares neurotípicos humanos específicos de nuestra especie, y al hacerlo los devaluamos por no poseer las habilidades y capacidades que se han definido como lo que hace valiosas y significativas las vidas humanas.»

Este modelo de normalidad-desviación clasifica y jerarquiza a los individuos según una norma cognitiva ideal, basada en un estándar mental que debe alcanzarse. Quienes no lo cumplen son percibidos como desviados e inferiores. Este modelo, profundamente arraigado en la historia europea, erige al hombre blanco, heterosexual, sin discapacidades y de clase alta como el arquetipo de humanidad. Además, este marco ha sido instrumental en la construcción y consolidación del supremacismo blanco, donde los grupos «desviados» han sido sistemáticamente deshumanizados y tratados como inferiores, justificando así su discriminación. Esta lógica sigue influyendo en las estructuras sociales actuales, condicionando cómo se percibe y valora la diversidad humana hoy en día. El humanismo, al centrarse en la supuesta superioridad cognitiva –y, por tanto, moral– de los seres humanos, refuerza un modelo jerárquico de normalidad-desviación que excluye tanto a humanos como a no humanos.

En este sentido, el humanismo puede caracterizarse como un especismo, en la medida en que discrimina a quienes no pertenecen a una determinada especie; como un capacitismo, al reproducir mecanismos de exclusión y jerarquización basados en la presunta posesión de ciertas capacidades cognitivas, afectando tanto a individuos humanos como no humanos; y, finalmente, como una posición autorrefutante, en tanto es incapaz de sostener, incluso en sus propios términos, la promesa de una consideración moral igualitaria para todos los seres humanos.

UNA PROPUESTA FRENTE A LA EXCLUSIÓN MORAL

El New Symbolization Project es un club de teoría crítica de la Boise University nacido en 2018 como respuesta al fenómeno de Jordan Peterson. Foto: Kencf0618. © CC BY-SA 4.0

El New Symbolization Project es un club de teoría crítica de la Boise
University nacido en 2018 como respuesta al fenómeno
de Jordan Peterson. Foto: Kencf0618. © CC BY-SA 4.0

¿Hay un camino alternativo que evite los problemas anteriores? A mi entender, sí: un enfoque educativo –en el sentido más amplio del término– que sea antiespecista, interseccional y orientado por una estrategia a largo plazo.

¿Por qué antiespecista? Porque todos los seres sintientes, independientemente de su especie o de sus capacidades cognitivas, tienen un bienestar propio. Esto significa que pueden ser dañados o beneficiados por nuestras acciones y omisiones. Lo que nos hace semejantes no es nuestra «humanidad», sino nuestros intereses comunes en no sufrir, en vivir y en disfrutar de nuestras vidas. Esta base compartida nos proporciona razones éticas de peso para considerar los intereses fundamentales de todos los seres sintientes –humanos y no humanos– a la hora de decidir cómo debemos actuar.

¿Por qué interseccional? La interseccionalidad –concepto introducido por Kimberlé Crenshaw en el contexto del feminismo negro– es un marco teórico que permite analizar cómo diferentes formas de discriminación y opresión, como el racismo, el sexismo, el clasismo, el capacitismo o el especismo, se solapan, se refuerzan mutuamente, generando desigualdades y daños distintivos. Efectivamente, el especismo no solo afecta a los animales no humanos, sino que también sostiene dinámicas de poder que refuerzan otros sistemas sociales injustos. Un ejemplo claro es su papel en la reproducción de la pedagogía patriarcal, especialmente en la construcción normativa de las identidades de género.

Las prácticas de consumo de animales no humanos no operan únicamente como elecciones alimentarias, sino como dispositivos culturales cargados de significado, que asocian, por ejemplo, el consumo de carne con la virilidad y la fuerza, la autoridad y el dominio. Esta lógica ha sido ampliamente analizada en campañas publicitarias de contextos socioculturales occidentales, donde la carne aparece vinculada a estereotipos de masculinidad dominante. Actualmente, dietas como la carnivore diet, promovidas por figuras como Jordan Peterson, se presentan como emblemas de disciplina, autosuficiencia y rechazo a la sensibilidad o a lo «blando».

La caza, socializada desde edades tempranas entre hombres cis, constituye otro ejemplo. Representa un modelo de masculinidad basado en la resistencia física, la supresión emocional y la apropiación de la vida. Como señaló en Prólogo a Veinte años de caza mayor, del Conde de Yebes (1942) Ortega y Gasset –célebre cazador–, cazar es «apoderarse de un animal, vivo o muerto»: una definición que condensa la lógica posesiva que atraviesa también las relaciones heteropatriarcales. La erotización de la persecución, la subordinación y la destrucción del objeto del deseo resuena en discursos que legitiman tanto la explotación animal como la violencia patriarcal, articulando un mismo patrón: el deseo como dominio y la diferencia como inferioridad. En una web sobre caza, un usuario describe como «un orgasmo cinegético impresionante» el momento de abatir a su presa. En otros casos, los ecos de la cultura de la violación –cosificación sexual y culpabilización de la víctima– son igualmente evidentes: «me entra o se pone a tiro»; «la perdiz que yo quiero abatir […] es esa que se esconde y juega a ser codorniz». Este imaginario del hombre que caza y consume lo que mata ha sido actualmente reciclado en clave hipermasculina por influencers survivalistas o marcas «tácticas», donde la carne funciona como símbolo de autosuficiencia, riesgo y control. En todos estos contextos, el consumo de carne roja se convierte en una forma de performar una masculinidad centrada en la dominación: del animal no humano, del entorno, del propio cuerpo y de quienes quedan fuera del modelo.

El especismo se entrelaza también con el supremacismo blanco, en tanto que la atribución de animalidad ha sido históricamente una herramienta de deshumanización de personas racializadas. En contextos coloniales, pueblos negros e indígenas fueron representados como «menos humanos» o «más cercanos a la naturaleza», lo que permitió justificar su explotación al asociarlos simbólicamente con los demás animales. Como señala Aph Ko en El racismo como brujería zoológica: Una guía para salir (ochodoscuatro ediciones, 2023):

«Existen muchas definiciones diferentes de este concepto; sin embargo, en su núcleo, la animalidad es un término que describe las condiciones sociales de los animales no humanos. La animalidad también va más allá de los cuerpos literales de los animales y funciona como una construcción que atraviesa la raza, el género y la clase, revelando estructuras de poder ancladas en lo humano.»

Desde esta perspectiva, la categoría de lo humano no se define simplemente por la pertenencia biológica a la especie Homo sapiens, sino por una construcción jerárquica centrada en la blanquitud. En este esquema, las personas no blancas han sido sistemáticamente situadas fuera del marco de lo plenamente humano y equiparadas a la categoría de «lo animal». Esta lógica establece una jerarquía en la que lo humano representa el valor moral pleno, mientras que –como afirman Ko & Ko en Aphro-ism: Ensayos sobre cultura pop, feminismo y veganismo negro (ochodoscuatro ediciones, 2020)– lo animal se convierte en «la representación definitiva de la ausencia de valor». Así se legitima no solo la violencia hacia los animales no humanos, sino también el sometimiento de cuerpos históricamente marginados.

Subasta del excedente de carne en el mercado de Smithfield, Londres, la víspera de la Navidad de 2024. Foto JM Poilpre. © CC BY-SA 4.0

Subasta del excedente de carne en el mercado de Smithfield, Londres, la víspera de la Navidad de 2024. Foto JM Poilpre. © CC BY-SA 4.0

Esta lógica se reproduce hoy en formas de consumo racializado: productos cárnicos de baja calidad se comercializan de manera desproporcionada en comunidades empobrecidas y racializadas, reproduciendo desigualdades tanto en el acceso a recursos como en la relación simbólica con los demás animales. Al mismo tiempo, es evidente que la actividad misma de la explotación animal recae de forma desproporcionada sobre los grupos sociales más vulnerables, especialmente personas racializadas. Estas suelen estar sobrerrepresentadas en trabajos precarios dentro de mataderos y granjas industriales, donde enfrentan condiciones laborales peligrosas y altamente explotadoras: procesos de desensibilización, riesgos físicos elevados y un impacto considerable en la salud mental. A esto se suma el estigma social que vincula sus trabajos con el maltrato animal, lo que afecta a su bienestar psicológico, sus relaciones personales y su integración comunitaria.

En definitiva, el especismo no solo estructura nuestra relación con los animales no humanos, sino que funciona como base conceptual y normativa de la deshumanización. Frente a ello, el antiespecismo propone un marco de imparcialidad ética que cuestiona la división jerárquica entre «lo humano» y «lo otro». Este marco se articula en torno a tres ejes fundamentales.

El primero, otro-especie, reconoce la igualdad moral entre todos los seres sintientes, con independencia de su pertenencia biológica. Subraya que lo moralmente relevante es la capacidad de sentir, no la especie ni otras características arbitrarias.

El segundo, otro-sustrato, amplía esta consideración, al menos de forma potencial, a entidades sintientes con sustratos no biológicos, como podrían ser inteligencias artificiales avanzadas. Con ello, evita restringir la ética a lo orgánico y se convierte en uno de los pocos marcos capaces de anticipar respuestas normativas ante la eventual aparición de futuras formas de sintiencia digital.

El tercero, otro-tiempo, invita a superar el sesgo temporal que privilegia el presente, incorporando la responsabilidad moral hacia los seres sintientes del futuro. Esto implica evaluar nuestras decisiones en función de su impacto a largo plazo en el bienestar de todes, humanos y no humanos.

Por todos estos motivos, una educación antiespecista, interseccional y a largo plazo se presenta como una alternativa éticamente más robusta que la propuesta humanista. Este enfoque promueve una ética basada en el respeto y la consideración hacia todos los seres sintientes, independientemente de características moralmente arbitrarias. Al abordar de forma conjunta el especismo, el racismo, el sexismo y otros sistemas de discriminación, desigualdad y opresión, es posible desmantelar estructuras de injusticia que se sostienen y refuerzan mutuamente. Su horizonte es una transformación cultural profunda que sitúe el bienestar de todos los seres sintientes en el centro de nuestras prioridades colectivas, impulsando cambios estructurales duraderos para las generaciones presentes y futuras, humanas y no humanas, biológicas y potencialmente artificiales.

En síntesis, el humanismo es una propuesta empíricamente fallida y moralmente cuestionable. Al fundamentarse en la idea de una discontinuidad y superioridad humanas respecto a otros animales, encierra en sí misma los elementos de su propio fracaso: se apoya en premisas científicas obsoletas y ha operado históricamente como una herramienta de degradación de todo aquello percibido como diferente o inferior al hombre blanco europeo, erigido como el estándar de lo humano. Paradójicamente, solo mediante el rechazo del supremacismo humano puede garantizarse, de forma coherente, la igual consideración entre todos los seres humanos. Un enfoque antiespecista e interseccional, orientado al largo plazo, es la vía más efectiva y éticamente sólida para enfrentar las múltiples formas de injusticia y promover un futuro en el que todes puedan acceder a las mejores vidas posibles.

Caza de gansos en Suecia. Foto DK WAI. © CC BY 3.0

Caza de gansos en Suecia. Foto DK WAI. © CC BY 3.0

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