Crear desde la conciencia de finitud del conocimiento

Pablo Caldera

El impulso artístico de María Jerez (Madrid, 1978) no entiende de convenciones. Desde hace más de dos décadas, la artista se ha movido entre el teatro y la performance, la coreografía y el cine, con una naturalidad que acaba con todos los límites entre disciplinas. Pero su práctica no se agota en ese ejercicio iconoclasta, pues en todas sus obras late un interés por repensar la agencia de todos los elementos implicados en el proceso artístico, sean humanos o no humanos, animados o inanimados, artistas o espectadores. Jerez, a quien entrevista Pablo Caldera, investigador en cultura visual y autor de El fracaso de lo bello. Ensayos de la antiestética (La Caja Books, 2021) fue una de las artistas que participó en el programa de Madrid 31, una serie de conferencias y talleres, que ya suman dos ediciones, donde se exploraron cuestiones que suelen quedar al margen de los marcos académicos.

entrevista con María Jerez

En tu trayectoria artística se percibe una evolución desde la representación hasta la mera presencia. De propuestas escénicas cargadas de significados culturales, como tu primera performance, El caso del espectador (2004), en la que aparecen referencias a la construcción ideológica de la mirada –las revistas pulp, el cine, la peluca rubia…– hasta un interés por lo indeterminado, obras con ausencia aparente de sentido o incluso de cuerpos, que desnudan el hecho escénico para presentarnos su misterio, como Yabba (2017) o Blob (2016). ¿Cómo te relacionas con la evolución de ese lenguaje?

Cuando yo empiezo a trabajar, a principios de los 2000, hay en el debate artístico muchas preguntas sobre la representación. En aquel momento trabajaba con coreógrafas que se planteaban cómo romper los contratos de representación y las convenciones del teatro y de la danza. Esa fue mi escuela, y la respuesta artística, en cierta medida, pasaba por hacer al espectador consciente de su propia mirada.

La espectadora siempre ha sido un tema central en mi trabajo. Su lugar me interesa, porque es un lugar político y donde se produce mucho movimiento. Y siempre me ha interesado la pregunta en torno a si se podían poner en crisis esas formas de representación, que es una cuestión tanto política como metalingüística. La forma de abordar ese conflicto tenía que ver con tomar el imaginario colectivo y, en cierto sentido, darle una vuelta. Por eso, en 
El caso del espectador trabajo mucho con los clichés y arquetipos del cine: los roles del hombre y de la mujer, de víctima y verdugo, y con quién te identificas como espectadora mientras ves. Y cómo el lugar del espectador es, en realidad, incierto, y su identidad constantemente se multiplica: en un momento es cómplice del asesinato, en otro momento es víctima del asesino, y lo mismo yo: en la performance soy un personaje central que es asesinada y, a la vez, asesina a las víctimas. Aunque los arquetipos están claros, la ficción de la pieza pasa por generar una amalgama de estados transitorios entre cada uno de los roles. A pesar de estar recogiendo figuras pop y clichés, mi interés pasa precisamente por entender esa identidad de una manera múltiple, y eso implica la ruptura del punto de vista del espectador. Ellos están viendo a una espectadora viendo una televisión, hay un punto de fuga, pero la televisión nos devuelve la imagen de las espectadoras. Ahí ya había un interés por la multiplicidad del punto de vista que luego desarrollo en Yabba o Blob.

Si entonces me interesaba activar estas preguntas desde lo que conocemos, desde los referentes, en un momento dado siento que esa cuestión se agota, que afirma lo que ya sabemos. Entonces, me empiezo a plantear cómo podemos juntarnos en un lugar en el que ni la artista ni la espectadora ni mis colaboradoras, ya sean humanas o no humanas, tenemos certezas. Desde más o menos 2015, trabajo a partir de aquello que no conozco, que me resulta extraño o que no puedo nombrar, y es ahí donde me interesa posicionarme, entre otras cosas por enmarcarme en un lugar donde mi propio conocimiento está siempre en cuestión. Por eso, he trabajado con lenguas que no conozco o con la potencia de comunicación con los animales, siempre desde la conciencia de finitud del conocimiento humano, que me parece un lugar especial para pensar el mundo.

Para ti conocimiento equivale a control. No solo por cómo rompes las convenciones, aquello que pertenece al plano de la representación, sino por cómo señalas lo ajeno como algo político, que está en el origen de lo peor de nosotros: el racismo y la xenofobia. Esa finitud de la que hablas busca romper con la visión sistemática del conocimiento como fortaleza, y del que forma una parte importante también el sistema arte. ¿Cómo se ubica tu práctica dentro de estos dos sistemas?

María Jerez y Edurne Rubio, María va a la escuela, 2017

María Jerez y Edurne Rubio, María va a la escuela, 2017

Sospecho del consenso y de las certezas, del lenguaje reduccionista y categórico con respecto a la realidad. Intento buscarle las fisuras a ese tipo de conocimiento y posicionarme en un lugar de incertidumbre, en la falta de control. Ese lugar implica una cierta fragilidad, porque, aunque yo también me afirmo ahí, es un espacio en el que es difícil afirmarse, porque afirmarse en un punto de vista siempre implica reducir el mundo. El arte, los museos, las mediaciones…, todo eso participa de ese conocimiento, y yo siento en algunos casos una cierta dificultad incluso para nombrar mi propio trabajo, e intento hacerlo desde la incertidumbre, aunque a veces sea contradictorio o complejo.

Siento, además, que el arte, en los últimos quince años, aunque formalmente se ha podido abrir a lugares más inciertos a nivel discursivo, está plagado de certezas. Y yo ahí me muevo muy mal, porque me interesa liberar los discursos, no afirmarlos. Así que surfeo en ese sistema de conocimiento como puedo. Lo que me interesa de esos conocimientos no es tanto que puedan o no llegar a ser entendibles, sino cómo llevarlos a la ética de la práctica, lo que no quiere decir llevarlos al resultado final, a la obra misma. Es decir, son las prácticas internas del trabajo las que me interesa que tengan relación con el discurso, pero eso no significa que el acontecimiento al que el espectador atienda sea literalmente un discurso revestido estéticamente. El trabajo artístico no tiene por qué ser literal a nivel discursivo.

Tu relación con «lo escénico» también es muy compleja. Eres actriz de formación, te has movido entre la coreografía, la danza y el teatro. En tu arte se ve un impulso cinematográfico, pero tu práctica escénica es muy anicónica. En tus piezas, a veces la escena es algo dado y, en otras, algo que se construye –con cuerpos, con objetos– ante la mirada del espectador. ¿Cómo te relacionas con el hecho escénico y con sus límites, tanto conceptuales como espaciales?

Con la escena mantengo una relación bastante difícil. Me cuesta mucho aceptar su mandato. De hecho, no lo acepto. Una de las cuestiones de haber insistido en lo escénico, a pesar de pelear constantemente con ello, es la búsqueda de algo que per se no me satisface.

Yo entro en un teatro y me pregunto: ¿por qué estamos sentados de frente?, ¿y por qué toda la caja es negra, y por qué la parte técnica está invisibilizada? Hay muchos contratos que vienen dados, y en mis piezas intento que esos mandatos no se den por hechos. Por ejemplo, en muchas de mis obras, la luz no simplemente ilumina cosas, sino que puede ser un elemento al que se le preste atención, al que mirar. Todos esos «actores secundarios» del teatro son susceptibles de pasar a primer plano, lo que dificulta mucho la práctica escénica.

Los teatros están pensados para que esos mandatos funcionen, y cuestionarlo todo el

María Jerez y Edurne Rubio, María va a la escuela, 2017

María Jerez y Edurne Rubio, María va a la escuela, 2017

rato es mucho más trabajoso no solo para mí, sino para los técnicos, para los espectadores, para la propia institución… Me interesa, en ese sentido, pensar cada pieza como un ecosistema, y observar cómo en ese ecosistema las relaciones se construyen entre esos elementos que van apareciendo. Por eso, cada pieza requiere de un espacio distinto o de una cantidad de espectadores diferente, o de una duración más o menos acorde a esa mirada que sostiene el ecosistema. Pero nada viene dado de forma externa.

Por otro lado, me interesa trabajar mucho en un cuerpo humano que es más allá de sí mismo, algo que, en contacto con el espacio, con los materiales, con el espectador, con la tecnología, se convierte en más cosas. Eso afecta al espacio, como sucede en Yabba, donde el contacto del cuerpo es directamente con el espacio escénico; es una pieza que se puede describir como una escenografía en movimiento o una superficie habitada desde abajo que se convierte en un horizonte. Y todo eso borra los límites entre lo coreográfico y lo escenográfico, entre espectador y performer, entre sujeto y objeto…

Sin embargo, tu relación con la práctica fílmica también es anticonvencional, y muy plural, como vemos ya en The Movie (2008), una película dialogada, plagada de referentes; en documentales al uso, abiertos a la espontaneidad, como María va a la escuela (2017, en colaboración con Edurne Rubio), o en experimentos como The Boogie-Woogie Ghost (2018) o Puebla (2021), ambas en colaboración con Silvia Zayas. Nunca das por sentado el dispositivo «cine», en tu práctica hay una intención constante de liberar también a las imágenes de sentidos impuestos y convenciones, algo que ya estaba presente en El caso del espectador.

En mi trabajo se nota que he sido más espectadora de cine que de teatro; trabajo con una mirada cinematográfica. Entiendo mejor el cine que el teatro, y el cine me ha influido más, pero quizás la inmediatez de lo escénico me permite hacer cosas que igual el cine no me permitiría.

Todo el material de The Movie venía de una investigación colectiva que hicimos Cuqui Jerez, Cris Blanco, Amaia Urra y yo, era algo que ya habíamos probado en escena, pero no tenía la tensión que tiene en lo cinematográfico. En escena, que una botella sea un catalejo es algo habitual, pero en el cine no sucede así. Empezamos a probar a hacer una película de ficción en una casa con los límites con los que juega el teatro, que suele ser la realidad, pero en el marco de la representación cinematográfica; es ahí donde ocurre la tensión. Decidimos hacer una película porque tenía sentido ese formato, y mi relación en ese momento con la película era de espectadora amateur que se pone a hacer películas. Vimos mucho cine de los setenta, y la película se construyó como un pastiche de tramas de acción, suspense, robos… En cambio, las otras pelis que he ido haciendo, dos de ellas –Puebla y The Woogie-Boogie Ghost– con Silvia Zayas, son muy plásticas y tienen mucho que ver con mis últimos trabajos, en los que la imagen se convierte en acontecimiento que produce incertidumbre. Se trata de dos películas muy escénicas, tienen un tiempo secuencial; son como una pieza de danza. María va a la escuela, en cambio, es un documental que hice con Edurne Rubio, y fue un encargo para poder compartir el proyecto, que ocurrió en el colegio con los espectadores de un festival que se llamaba What’s The Problem With The School? Se trataba de reducir a una película de cuarenta minutos las 32 horas de grabación del trabajo que hice en la escuela. Ca.Ca. (Cannibal Carnival) [2023], mi última película, hecha en colaboración con el estudio de arquitectura elii, tenía algo más fenomenológico, eran imágenes en parpadeo entre las cuales ocurrían las cosas; su orden no era cinematográfico o escénico, sino más bien rítmico, cercano a lo musical. Pero también tengo muchas ganas de probar a hacer una película más convencional.

Las relaciones simbólicas se pueden establecer en escena entre dos objetos cargados de significado, pero tú, en realidad, juegas con otro tipo de vínculos, porque sugieres que los objetos están vivos, que lo inanimado también se mueve y se relaciona con los espectadores, y no solo al revés. Se produce ahí una turbación en la mirada.

Tengo la sensación de que toda mi vida he sido animista, siempre he sentido que las cosas, de alguna manera, están vivas. Es algo que tienen todas las infancias, pero yo lo mantuve en el tiempo y lo vivía con mucha intensidad. La primera vez que me releí un libro, estaba convencida de que era otro distinto, tú lo cerrabas y las palabras cambiaban. Y era parcialmente cierto, porque un libro siempre está vivo, y en función de cómo y cuándo lo leas, de la atención que prestes, va cambiando. Esa agencia que tienen las cosas para modificarnos, al igual que nuestra agencia para modificarlas a ellas, me obliga a generar espacios poco jerárquicos. En el caso de Yabba, los humanos tienen agencia, pero la tela también tiene agencia sobre ellos, y no se trata de controlarla, sino de bailar juntos. El material informa al cuerpo, al igual que el cuerpo informa al material. Siempre intento hacer vibrar esas agencias en el espacio y atender a esas otras formas de relación que sí están abiertas.

Y, sin embargo, Yabba pasó de ser una performance a una instalación, de lo eventual a lo expositivo. ¿Cómo te relacionas con ese cambio?

Cuando Bea Alonso y Carlos Fernández-Pello me invitaron a exponer Yabba en Querer parecer noche, en el CA2M, me dio bastante vértigo, porque tenía miedo a que desapareciera el misterio o la magia que envuelve a la pieza. Carlos decía que la obra ya era escultórica, pero yo sin movimiento no entendía la pieza. Así que empecé a trabajar con la idea de un autómata, un ente mecánico que genera movimiento a través de tecnología. Y, al final, Yabba no necesitó los cuerpos humanos para moverse, pudimos programar un loop que luego se ha ido perfeccionando en otras exposiciones. Lo que sí necesitó la obra fueron muchos cuidados, porque se convirtió en un organismo vivo, una especie de tamagochi. Había que ir a ver si había que coser algo, si habían saltado los motores… Íbamos una vez a la semana a alimentarla, tuvimos que cuidarla.

¿De dónde nace el proyecto María va a la escuela? Y ¿cómo fue hacer El acto del espectador ante un público escolar?

Nació en 2009, en Linz, en el marco de la capitalidad cultural europea de la ciudad. En aquel momento se decidió que el proyecto escénico que más presupuesto se iba a llevar consistiría en llevar a treinta equipos artísticos a escuelas durante dos meses. Yo no hablaba alemán, trabajé con una traductora, pero la comunicación era muy difícil, y la última semana les niñes del cole empezaron, por su propia iniciativa, a enseñarme alemán. Entonces me dije que, si alguna vez volvía a trabajar con infancias, el proyecto consistiría en que me enseñaran su idioma. Luego me presenté con este proyecto a una convocatoria pública en Montpellier para una residencia artística en un colegio. Como ya hablaba francés, en esa primera experiencia invité al artista Anto Rodríguez, y permanecí fuera, así me pude informar mejor. Eran niñes entre tres y seis años, y Anto aprendió a hablar francés como un niño.

La siguiente vez fue en el CA2M, con Vito Delgado, que me invitó a realizar el proyecto en un colegio de Madrid. Invité a Nada Gambier a que aprendiera castellano, y este quizá fue el proyecto más difícil. Para presentarme, hice El acto del espectador nada más llegar. Fue muy polémico, porque en escena me encendía un cigarrillo, me hacía un cóctel y había dos mujeres que se besaban. De que me cargaba a doce personas, sin embargo, no hubo quejas. Pero fue difícil también porque en el lenguaje aparecen muchos conflictos, que estaban a flor de piel en el colegio: enseguida la atención se desviaba a una discusión entre los propios estudiantes, lo que era también muy interesante, claro. Y como ya venía con mucho conocimiento de estas dos experiencias previas, la tercera vez, cuando lo hice en Kortrijk (Bélgica), había desnudado mucho mi rol para confiar en ese no-saber absoluto. Poder experimentar tanto en un contexto institucional fue verdaderamente estimulante. Me quedé con las ganas de hacer una publicación con todos los dibujos y las definiciones que me daban, porque no hice mucho trabajo de documentación.

María Jerez, El caso del espectador, 2004

María Jerez, El caso del espectador, 2004

Algo transversal a toda tu práctica es la vulnerabilidad y la fragilidad: la de la condición del espectador, la de la mirada antropocéntrica, tu fragilidad como artista o la de las estudiantes de un colegio como elemento de activación sensitiva, como aquello que permite un espacio para el encuentro estético y político, algo que también está presente en tu investigación en torno a los pájaros de la ciudad y nuestra no-convivencia con ellos.

En María va a la escuela no me interesaba la basculación del poder, darles a les niñes el rol de enseñar para que lleven a cabo las mismas dinámicas de poder que se ejercían sobre elles, sino crear una equidad en la fragilidad y partir de ese lugar, sin saber adónde vamos. Alguien les preguntaba: «¿cuál es la primera palabra que debería aprender María?». Y empezaban con los clichés: amor, amistad, paz en el mundo… Me decían, por ejemplo, «la paz es aquello que…» y yo les preguntaba por «aquello», y ahí nos quedábamos una hora; lo que yo recibía del sentido de «aquello» era algo muy nebuloso y, al acabar la sesión, seguía sin saber qué era exactamente lo que me querían transmitir. Ese es el lugar que me interesa, el de una poética que no va tanto de que yo me entere o de que tú me transmitas el mensaje, sino que tiene que ver con una promesa de algo que nos moviliza, pero que no llegamos nunca a entender del todo. Me posiciono desde lo sesgado o lo fragmentado, por eso huyo del punto de vista frontal.

Con los pájaros, mi intención fue ir un paso más allá. Me he acercado a científicos y ornitólogos, pero sé que hay un punto en el que ese saber científico o interpreta o saca conclusiones relacionadas con lo funcional o con la idea de instinto. Lo que me interesa de los pájaros es que ya existe una escucha, lo que pasa es que no les prestamos atención. Cuando te pones a escuchar y a intentar alcanzar su atención, surge una promesa de comunicabilidad, el trazado de una relación consciente. La pieza de los pájaros, que he ido desarrollando con Élan d’Orphium, consiste en ir a un lugar a escuchar a las especies y empezar a tocar, a sonar con el lugar. Así se generan dos capas de producción: la de las aves y la nuestra, y a veces hay algo que parece una respuesta, pero otras esto solo ocurre en el mundo de la especulación.

Cada vez hay más proximidad entre la investigación y la práctica artística. En las convocatorias está muy jerarquizado: por un lado, está la investigación y, por otro, lo que haces con ella. Sin embargo, cada vez sois más las artistas que entendéis que ambas están engarzadas más allá del lugar común funcional.

Yo también soy docente, y hace años veía que había una jerarquía entre los temas y la práctica. Para mí la investigación no tiene que ver con escoger temas: es una práctica en sí que no puede ser tampoco una representación de una serie de temáticas. En muchos casos, se produce ahí una confusión: nosotras no somos investigadoras teóricas, nuestra práctica es en sí misma una investigación que se nutre de teoría, de experiencias, de entrevistas, de un montón de material, pero que no se ilustra como tal en el resultado. En mi caso, lo que hago tiene más que ver con observar qué se produce entre los materiales que estoy trabajando en la «investigación». Por eso, las convocatorias son tan peliagudas a veces; hay dosieres teóricamente muy ricos, pero nunca sabes qué va a hacer la artista con eso. A mí me gusta imaginarme ya a la artista trabajando cuando leo un dosier.

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